with Enrico De Angelis
Los viajeros occidentales encontraron las antiguas ruinas de Palmira, situadas en lo que ahora es la región desértica del este de Siria, en el siglo XVIII. Para el siglo siguiente, habían comenzado a circular fotos del sitio remoto y empezaron las excavaciones arqueológicas.
Fuera de Siria, las antiguas columnas del sitio, los tesoros saqueados y las desmoronadas paredes de piedra se convirtieron en el material de fantasías exóticas sobre imperios desérticos de antaño. Los autobuses llevaron a turistas más de 200 kilómetros a través del este de Siria para tomar fotos de lo que quedaba de la ciudad, alguna vez gobernada por la a menudo romantizada Reina Zenobia.
Pero todo eso fue antes de la guerra de Siria. En mayo de 2015, los combatientes del Estado Islámico capturaron y ocuparon el sitio histórico, como parte de una campaña militar más amplia para apoderarse de territorios en el este de Siria y el norte de Irak. Pronto, el grupo comenzó a publicar imágenes de su deliberada y espectacular destrucción de algunos de los monumentos más importantes de Palmira, incluida la explosión de uno de sus templos antiguos.
La destrucción provocó un gran alboroto internacional, ampliamente cubierto por medios de comunicación internacionales. Por una vez, el mundo pareció unido en lo que respecta a Siria, esta vez para lamentar la pérdida global de una extraordinaria pieza de patrimonio histórico y para condenar la barbarie del Estado Islámico.
Y, sin embargo, estas expresiones de solidaridad internacional tuvieron lugar mientras miles de sirios morían masacrados. Principalmente a manos del gobierno sirio, en lugar del Estado Islámico, por cruel y violento que fuera.
Tal compasión internacional nunca pareció tan poderosa hacia las decenas de miles de sirios muertos, desplazados, heridos y detenidos, como lo fue hacia estas maravillosas pero inanimadas piedras talladas que fueron detonadas y demolidas.
A casi seis años desde la destrucción de Palmira, y una década después de la guerra que desgarró a Siria, pocos eventos revelaron tan poderosa y claramente la profunda distancia de percepciones entre los sirios y el resto del mundo. Particularmente cuando se trata de examinar todo lo que sucedió después de 2011. Recordamos a muchos sirios conmocionados y perturbados por una realidad que rápidamente se iba aclarando: la destrucción de monumentos atrajo más atención —y solidaridad— que sus propias vidas y las vidas de sus seres queridos.
Esta distancia encaja en los puntos de vista occidente-céntricos y orientalistas existentes hacia Siria y Medio Oriente en general.
Para gran parte del mundo, Palmyra había sido asociada durante mucho tiempo principalmente como un sitio turístico exótico. Sus monumentos preservaban la memoria de Zenobia, quien intentó resistir al Imperio Romano, luego castigada por sus esfuerzos con el exilio forzoso. Su destino es un recordatorio del poder de Roma.
Pero para muchos sirios, Palmyra se conecta a otra época y a un contexto histórico completamente diferente.
El nombre de la ciudad en árabe es Tadmur, un nombre que también se presta a una de las prisiones más crueles de Siria, ubicada a solo unos minutos en auto al norte de las ruinas antiguas, en la moderna ciudad de Tadmur.
Cerrada hace 20 años, aunque reabierta brevemente durante la guerra civil siria, la prisión de Tadmur fue durante décadas sinónimo de tortura, malos tratos y absolutas masacres llevadas a cabo dentro de sus muros. En particular, el 27 de junio de 1980, un grupo de soldados sirios enviados por Rifaat al Assad mató a alrededor de 1.000 prisioneros políticos después del intento de los Hermanos Musulmanes de asesinar a su hermano, Hafez.
Por supuesto, muchos no sirios no sabrían que la antigua Palmira, designada como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO pocos meses después de la masacre de junio de 1980, se encuentra a pasos de la prisión. Tampoco se habrían enterado del destino de los presos políticos enviados allí.
Pero esta desconexión no es donde deseamos enfocar el resto de nuestro artículo.
El choque cultural a raíz de la destrucción de Palmira en 2015 reveló la perspectiva occidente-céntrica de muchos observadores sirios extranjeros. Adicionalmente, también, quizás más silenciosamente, arrojó luz sobre una pregunta importante pero olvidada: ¿qué temas pueden ser legítimamente debatidos en un entorno donde seres humanos son asesinados, desposeídos y desplazados?
¿Pueden esas conversaciones dar lugar a que los sirios discutan la destrucción de los monumentos de Palmira, desde su propio punto de vista?
Estas preguntas no se limitan al patrimonio histórico o los monumentos. Deben extenderse a otros temas, como el cambio climático, el impacto de la guerra en la fauna y los bosques de Siria, y una miríada de temas culturales y sociales.
Las respuestas son menos simples de lo que parecen. Para las organizaciones sin fines de lucro, incluida SyriaUntold, que depende principalmente de ONGs para producir contenido, no es fácil encontrar fondos para cubrir ciertos temas, como el medio ambiente. A veces, estas propuestas son rechazadas con respuestas como: “No estamos seguros de que los sirios estén interesados” o “¿Podría darnos una propuesta sobre derechos humanos o cuestiones más políticas?”.
Este frecuente rechazo, cuando se trata del compromiso con ciertos temas, expone una posición opuesta pero igualmente problemática y orientalista. Los sirios —y quizás los árabes en general— tienen derecho a hablar solo cuando se trata de política, guerra y derechos humanos. A menudo se limitan al rol de testigos presenciales y se les fetichiza como narradores locales. Frecuentemente son aceptados como contribuyentes al debate sólo cuando se trata de ‘sus’ temas — la guerra y la política — y no otros, como el cambio ambiental, las visiones del futuro o la política global.
Podemos llamar a esta paradoja cultural el ‘síndrome de Palmyra’, un fenómeno que se extiende a una miríada de temas. En su introducción a nuestro archivo sobre queerness [n.d.t.: término en inglés referido a la identidad sexual o de género que se aleja de la norma cis-heterosexual] y la revolución siria, el activista e investigador Fadi Saleh recuerda cómo las demandas de los sirios LGBTIQ de ser incluidos en la agenda fueron a menudo rechazadas con la justificación de que ‘su momento no es ahora’.
Los sirios deberían reclamar su derecho a hablar sobre estos temas, incluida, quizás, la importancia de su herencia cultural. Asimismo, deberían hacerlo en sus propios términos, sin dejar estas conversaciones a personas que las abordarían a través de lentes inevitablemente extranjeros y, a menudo, orientalistas.
Esto significa iniciar estas conversaciones de una manera que reconozca el lugar de estos temas frente a otros, más relevantes ¿Es posible hablar sobre cuestiones medioambientales en Siria y sus efectos en la vida de la gente común, sin ignorar el hecho de que los derechos humanos, la opresión, la matanza y el desplazamiento siempre deben tener prioridad? Y si la respuesta es sí, ¿cómo podemos plantear estas conversaciones de una forma ética y relevante?
Todas estas preguntas son difíciles de responder y el debate está abierto. Después de una década de revolución, guerra y desplazamiento en Siria, la paradoja debería ser discutida y los sirios deberían reclamar el derecho a hablar sobre lo que ellos mismos consideran relevante.
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